16 junio 2006

El pelotero



por Raúl Soroa

La Habana, Cuba, junio - Llegar al equipo nacional no le fue fácil. Desde un inicio militó en las filas del equipo Industriales, y ésa no era la más segura de las vías para formar parte del equipo Cuba de béisbol.

Jugar en el equipo azul ha sido el sueño de cada niño habanero y de muchos nacidos en otras provincias. Pero ser miembro del equipo nacional de béisbol es el sueño de todos en la isla. Todos los niños quieren ser Omar Linares o Víctor Mesa y viajar por el mundo vistiendo la franela roja.

Cuando entró a formar parte de la nómina de los Industriales, su orgullo y felicidad no podían ser mayores. Los Industriales son el equipo que más veces ha ganado el campeonato de pelota en Cuba. Es el equipo más odiado y más querido, el que más pasiones levanta a lo largo y ancho del país.

El quería ser del equipo Cuba, y se esforzó para ello. Trabajó duro, implanto algunos récords nacionales y se convirtió en un jugador indispensable para los azules de la capital. Pero no fue al equipo nacional.

Era uno de los mejores, y lo sabía. Los años pasaron, y las esperanzas se esfumaron. Su pecado: era talentoso y lo demostró en el terreno. Disciplinado, constante. Pero en un momento decisivo de la vida, en uno de esos momentos en que hay que hacer lo correcto o no, no quiso hablar mal, no quiso renegar, no quiso traicionar la amistad de unos amigos, colegas del equipo, que quisieron escapar del país. Era una falta grave, y le endilgaron el cartelito de "no confiable".

No renunció a su amistad con el Duque (Orlando Hernández), quien después de muchas peripecias logró huir del país, jugar y triunfar en las Grandes Ligas. Ese era un gran pecado, y ya le costaba trabajo incluso integrar el equipo azul.

Ya no parece el mismo de antes. Ya no juega en su amado equipo, se ve cansado y sin deseos de jugar. Muchas veces no sale como regular al terreno. Logro acercármele y, luego de un largo y difícil tanteo, conversar con él.

"¿Sabes?", dice con tristeza, "antes, cuando veía las luces del estadio, cuando me acercaba a él de noche, sentía una gran emoción, tenía deseos de darlo todo, de demostrar quién era, pero poco a poco esa fuerza se apagó. No fue de pronto, fue un proceso en que fui perdiendo pedazos. Fue doloroso, pero ya no siento nada. Ahora deseo no llegar, y hasta invento pretextos y enfermedades para no jugar".

Cuesta trabajo reconocer en este hombre al antiguo alegre y fogoso atleta. Cuesta trabajo sacarle una sonrisa.

"Después de 20 años de jugar en el Campeonato Nacional, ¿sabes cuál es mi salario? Me pagan por mi centro de trabajo, ése donde nunca he puesto un pie, donde no conozco a nadie, 211 pesos. Mi hermano, 211 pesos para mantener a la familia, mujer y dos chamas. Vivo en una cuartería en Santos Suárez, en la misma en que he vivido siempre, y donde apenas cabemos ya. ¿Carro? ¿Es un chiste? Bicicleta china Forever, pedaleando las calles de Santos Suárez.

"¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te largaste como hizo El Duque o Arocha?" Me mira casi con odio, con rabia, pero se le pasa pronto y sonríe. "El Duque nunca ha dejado de escribirme". Lo dice con orgullo. En el cuartucho hay varias fotos de Orlando Hernández con el uniforme de los Yankees de Nueva York, y de Liván Hernández con el de los Marlins. Me enseña recortes de periódico donde aparecen sus amigos.

Dice que éste es su último año. Después quiere entrenar niños, formar peloteros. Le digo que es una excelente idea, que de seguro de sus manos saldrán muy buenos jugadores. "Ya nadie se acuerda de mi", dice con tristeza.

"Nadie te olvida", respondo.

Nos despedimos. Cuando estoy como a unos 25 metros de él me grita: "Ya es muy tarde, periodista, ya es muy tarde". (Cubanet)

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