La Habana, abril - La conocí por su sobrenombre: "la maestra". Todas las noches salía; siempre nos cruzábamos a mi regreso. El cansancio del retorno me impedía pensar cuál sería su destino nocturno. No me interesó nunca adónde iba a la hora de la telenovela.
Cuando salgo a la calle antes de que el sol nos dé los buenos días, como si fuera un bombero empujado por una llamada de auxilio, casi siempre nos encontramos. El paso rápido de sus piernas flacas y venosas me ayuda a espolear el mío. Pero ella me gana en esa competencia matutina. Su vestido se agita como si estuviera colgado de una escoba.
Al principio pensé que trabajaba en cualquier parte menos en una escuela de enseñanza elemental. Tal vez su desarreglo jugó una mala pasada a mi imaginación, porque jamás imaginé que fuera maestra.
Vive en una casa de techo de cartón y paredes de ladrillo. Su profesión no le garantiza nada más que el sustento exacto para ir sobreviviendo. Nunca la he visto con un maletín en su mano.
Entonces, mirando diariamente su figura, surgió en mí un sentimiento de compasión que todavía me ahoga cuando la veo. ¿Cuántos años llevará trabajando sin descanso y no tiene una casa decente? ¿A cuántos niños no habrá cuidado, enseñado, acariciado en algún momento en el aula?
Sin embargo, es la imagen viva de la desvalorización del profesional, en un país en que una vida de trabajo se va por el caño del vertedero del tiempo. Y no pasa nada.
Mi sorpresa no fue menor cuando una noche, al pasar por una parada de ómnibus, una voz conocida me obligó a voltear el rostro y fijar la mirada en la mujer que vendía maní y caramelos a los pasajeros del vehículo. Era la maestra. Sentí pena y un poco de vergüenza, porque había pensado que ella salía cada noche a hacer algo diferente.
La necesidad de aumentar sus recursos la obliga a vender golosinas amparada en las sombras. La descapitalización de los recursos humanos en Cuba no es un fenómeno nuevo, ocurre desde hace largo rato. Y no cesa. (Lucas Garve, de la Fundación por la Libertad de Expresión)
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